En los 100 Pasos para la Transformación y otras propuestas que planteó durante su campaña, la hoy presidenta electa, Dra. Claudia Sheinbaum, anunció que una de las prioridades para su gobierno será lograr la seguridad energética, diferenciándose con ello del presidente López Obrador, para quién el objetivo central era la autosuficiencia en la producción de combustibles. El matiz es importante, sobre todo si se le suma una segunda gran prioridad para el gobierno entrante: la de lograr una transición energética justa, con energía renovable y con la electrificación de la economía hasta donde sea posible. En otras palabras, si bien uno de los principios rectores será tratar de darle preponderancia a las empresas estatales, se le suman como elementos fundamentales la equidad, la justicia y la sustentabilidad ambiental. De igual forma, mostrando pragmatismo y un entendimiento de las circunstancias financieras nacionales e internacionales, se reconoce el papel que jugarán las inversiones y coinversiones del sector privado para poder enfrentar con energías renovables, el desafío de satisfacer el rápido crecimiento de la demanda de electricidad en el país. Recientemente, con los nombramientos de los funcionarios que estarán a la cabeza de las diferentes áreas y agencias del sector energético, la presidenta electa da una clara señal de cambio positivo y marca un gran contraste con respecto a muchos altos funcionarios de la administración que termina. Entrarán a tomar decisiones expertos en energía con trayectorias destacadas, que pondrán atención a criterios elementales que garanticen los beneficios sociales, económicos y ambientales de una transición energética justa. Como respuesta a estos retos, sigue buscándose en primera instancia una solución del lado de la oferta. Parecería que, un poco por inercia, y a pesar de que el discurso apunta en otro sentido, se sigue defendiendo la necesidad urgente de producir domésticamente más combustibles fósiles. Este tipo de combustibles aún aportan en la actualidad cerca del 90% de la energía que se consume en México, en un momento en el que el resto del mundo parece haber iniciado ya su salida. Ante este panorama, existe el riesgo de que se voltee a ver como una opción a los combustibles no convencionales, y en particular a la fractura geológica para obtener petróleo o gas de lutitas (shale), comúnmente conocida, por su nombre en inglés, como fracking. Si bien no ha habido grandes inversiones en esta tecnología durante el sexenio que termina, en buena medida debido a la falta de recursos y la caída en los precios del petróleo, PEMEX continúa usándola, con operaciones en algunos pozos exploratorios y la aparente intención de aumentar la escala de las inversiones a futuro. Ello, a pesar de que el presidente López Obrador anunciara que se prohibía el fracking, aunque ciertamente el anuncio fuera más bien mediático, dado que hasta ahora, su prohibición no se ha formalizado en ningún instrumento legal o regulatorio. La administración entrante, por su parte, no ha hecho anuncios enfáticos respecto al fracking, aunque es de esperarse que continúe con la política de su prohibición. Esperaríamos, en congruencia con las prioridades y principios que ha establecido, que termine por prohibirlo por completo. Lo anterior, dado que tiene un costo energético, ambiental y social muy alto en comparación con sus hipotéticos beneficios. Incluso, económicamente, solo se justificaría con precios de petróleo muy por arriba de los cien dólares por barril; y esto sin tomar en cuenta los costos ligados a las externalidades ambientales y sociales o los riesgos financieros asociados a la posibilidad de quedarnos con activos varados, que se vuelvan obsoletos mucho antes de alcanzar la vida útil estimada en el momento de su inversión inicial. La presidenta electa ha señalado también como una de sus grandes prioridades mejorar significativamente la gestión y manejo eficiente del agua. Con el fracking, se daría justamente un enorme desperdicio y contaminación de recursos hídricos cada vez más escasos por la emergencia climática en la que nos encontramos ya. En el caso más ilustrativo y cercano, el de los Estados Unidos, el fracking se desarrolló a gran escala sobre todo atendiendo una motivación geopolítica, para asegurar la independencia energética y satisfacer la creciente demanda de petróleo y gas en un momento en el que la producción petrolera doméstica caía y los precios iban al alza. Lograr la capacidad actual ha requerido mucho tiempo y grandes inversiones, con un altísimo costo ambiental, en particular por su impacto en la explotación y contaminación de acuíferos. En los casos de los pozos petroleros o de gas no convencional más grandes, se extraen decenas de millones de litros de agua al año. La respuesta a la emergencia climática global requiere de la eliminación acelerada y masiva de los combustibles fósiles, incluyendo el gas natural. Esta eliminación debe ser complementada con la rápida expansión de los diversos tipos de energías renovables. En el caso de nuestro país, la generación de energía solar y eólica de gran escala es mucho más barata que cualquier alternativa fósil. Hoy en día, aun incorporando respaldos de baterías de alrededor de 25% siguen resultando más competitiva que utilizar gas. Incluso desde la racionalidad económica y energética no hace sentido apostar por el fracking. De acuerdo con la reciente ponencia del Dr. Luca Ferrari durante el seminario Desentrañando el Fracking: Implicaciones para el Futuro Energético y Territorial de México, organizado por el Seminario Universitario de Sociedad, Medio Ambiente e Instituciones (SUSMAI) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) e Iniciativa Climática de México (ICM) el 24 de abril de 2024, el petróleo y el gas no convencionales son una “falsa solución para lograr la soberanía energética”, por al menos tres razones: 1) México tiene solo una pequeña fracción de los recursos no convencionales que tiene Estados Unidos, y por lo tanto no lograría las mismas economías de escala; 2) no existen como tal reservas, sino solo recursos prospectivos, y hay una gran discrepancia sobre los potenciales en las cifras que arrojan diferentes estudios, y 3) dado el bajo factor de recuperación de estos recursos, quizás un 10 % de los